Estoy sentado mirando un espejo. No me miro a mí, sino a mi entorno; a mis compañeros, a las luces, los instrumentos.
Me levanto de mi asiento, tomo mi bajo, abrazo a mi banda y nos dirigimos a la salida. Los demás participantes y compañeros de camerino nos aplauden y animan. Sentimos la energía y adrenalina fluir, sensación de hermandad. Todos estamos aquí por lo mismo, finalmente. Somos músicos, somos humanos, somos hermanos.
Un escalofrío recorre mi cuerpo y puedo sentirlo trasladarse al cuerpo de mis compañeros y ciclar entre nosotros. Tal vez eso es lo que nos junta y sabemos que algo pasa. Sé que todos saben qué pasa. Somos uno. Una pieza, una canción. Una banda.
Atravesamos la puerta del vestidor y llegamos al pasillo. Veinte metros, tal vez. Camino casi autómata, pero consciente de lo que estoy haciendo. En realidad no estoy viendo nada. Estoy sintiendo. Siento las luces pasar sobre mí mientras avanzo por el corredor, siento los aplausos de mis compañeros, siento la sinergia y siento el apoyo incondicional de todos.
Llegamos al pasaje final: una pequeña galería en donde hay una proyección del show en una pared con los demás concursantes viéndolo y con sonrisas en sus rostros. Siento conexión con ellos también. De pronto, una sonrisa aparece también en mi boca.
Termina el número.
Aplausos.
Silencio.
Salimos al escenario.
Aplausos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario